miércoles, 13 de junio de 2007

Cruce de los Andes

Manuel Vetrone, periodista y fotógrafo, narra aquí un especial viaje a "Tierra blancas", un lugar fronterizo en Mendoza, Argentina, en la Cordillera de los Andes. En el viaje entre las montañas, la sensación de soledad y vastedad provoca una experiencia de la vida más abierta al universo donde el hombre pierde su importancia y donde es invadido por la emoción, como cuando el autor de estos recuerdos de viaje narra: "...contemplamos las montañas que se recortan bajo las estrellas, mientras por mi mente desfilan cerros, nieves historias, leyendas de los andes y una lágrima se me escapa al pensar en el Moro, mi caballo, fue él quien cruzó la montaña más grande de América."
Esteban Ierardo

TIERRA DE CÓNDORES

Pareditas es un típico pueblo de la provincia de Mendoza con sus plantaciones de frutales, orégano y nogal. Ubicado 120 km. al sur de la capital, sobre la mítica ruta 40. Dos controles, uno de la policía provincial y otro de Gendarmería Nacional, indican que es zona de frontera. Frente a la plaza, en el destacamento de Gendarmería realizamos los tramites de migraciones y aduana debido a que el paso Colina no es de uso habitual. Para cruzarlo es necesaria una autorización especial de la Cancillería.
Al sur de este pueblo la ruta cuarenta se transforma en un polvoriento camino de tierra, o más precisamente en un serrucho de ripio. A unos 18 km. doblando hacia el oeste nace el camino a "Tierras Blancas".
La huella serpentea entre la desértica y espinosa vegetación, de pronto, desde lo alto de una cuchilla, vemos el Yaucha, un arroyo de montaña azul intenso, para ingresar a la estancia, hay que cruzarlo por un angosto puente de madera, a unos veinte metros, una tranquera de hierro colorada y el tradicional disco de arado con el nombre del establecimiento.
Hileras de álamos escoltan el camino, al fondo, el primer cordón montañoso parece cerrarlo.
Ernesto y José Lima, padre e hijo, son los organizadores de la cabalgata, apasionados de la montaña. Ernesto dejó definitivamente los pasillos de tribunales para dedicarse enteramente a recibir viajeros y organizar paseos por la cordillera, José se dedica a criar los caballos que se usan en el campo y en las travesías, animales que tienen que ser nacidos y criados en la zona, única forma que puedan andar con paso seguro por los sinuosos senderos de los andes.
Almorzamos en "La Limeña", el casco de la estancia, y vamos a dormir la infaltable siesta, después a los corrales a conocer los caballos y probar los recados. José, sombrero de ala ancha, chaleco de lana cruda y bombachas de campo, revisa las monturas, ajusta el largo de los estribos de cada uno y entrega las alforjas donde se ubicara el equipaje, no sin realizar un gran esfuerzo de síntesis. Todo queda listo para, a la mañana siguiente, iniciar el cruce.
Por un gran ventanal se ven los cerros pintarse de rosa, iluminados por las primeras luces del día. Después del desayuno con pan y dulces caseros, José y Don Braulio, baqueano de la estancia, preparan los bultos sobre las mulas que se quejan, con cada apriete de cincha, le toca el turno a la "Cortaderita" quien mansamente se deja cargar, sin tener idea de sus pensamientos.
Ensillamos y ajustamos alforjas, todos listos para partir, a las diez de la mañana los siete jinetes y tres mulas de carga salimos rumbo al oeste.
La cordillera, parece el cuerpo de un animal antediluviano con sus largas patas saliendo del vientre nevado. Lugar de respeto, tiene cobradas las vidas de quienes la avasallaron con prepotencia, con soberbia, como lo prueba la placa con los nombres de los cuarenta miembros del ejercito y sus mulas que murieron en una tormenta de viento blanco camino a laguna del Diamante allá por la década del cuarenta.
Partimos hacia el poniente, Ernesto adelante, seguido de Eduardo, quien tiene toda la ruta marcada en cartas topográficas, seguimos el curso del arroyo del Rosario. Poco a poco el ascenso comienza a presentar dificultades, el sendero se angosta y sube en forma escarpada, caballos y mulas al paso, siempre al paso, riendas tensas, bien firmes sobre los recados, a las dos de la tarde ya estamos en Valle Grande a 2.535 metros de altura, hacia el este, la vista del valle se extiende decenas de kilómetros. Desensillamos para almorzar junto a unas rocas y, sin previo aviso, "Cortaderita" decide salir a loca carrera, esquiva milagrosamente a hombres y caballos -lo que hubiese provocado una estampida- al galope da un circulo, y deja toda la carga, léase almuerzo y provisiones, esparcida en un radio de cien metros, perdiéndose en la montaña. Recuperados del susto, preparamos unos sándwichs de milanesa, tierra y mayonesa
Continuamos la marcha mientras Braulio y José van tras la mula. Poco a poco la vegetación se hace más rala y la temperatura desciende, hacia el norte un desfiladero a pique señala el curso del arroyo Rosario. Las piernas duelen, por la altura, el aire esta frío y seco, pero el sol cae a pique y obliga a protegerse. Llegamos a la bajada del Tío Humberto, todos los accidentes orográficos tienen nombre. El descenso es muy difícil, antes de encararlo, revisamos las cinchas, los caballos, al paso, bajan en fila india y en zigzag por la pronunciada pendiente, algunas piedras ruedan, la pendiente obliga a estar atentos, con las riendas bien firmes, si el animal tropieza es necesario tensarlas para que no caiga hacia delante. Al rato la bajada se suaviza y cabalgamos sobre terreno plano con algo de vegetación, lo que trae un poco de alivio para el cuerpo, seguimos hacia el oeste siguiendo la geografía más favorable. En la ladera de un cerro un grupo de cabras indica la cercanía del puesto "Los Bayos" de Don Alejandro Ceferino Arenas Castro, donde hace la "veranada" que es un pastoreo de temporada estival. El puesto esta ubicado al lado del arroyo y rodeado de cerros, es un rancho de piedras, techo bajo de chapa, un par de ventanas, una humeante chimenea y un cable colgado de una caña como un fideo, antena de radio con que Don Ceferino se entera de los sucesos allende los cerros, mientras cría los chivos acompañado por una jauría de perros de diverso pelaje.
Continuamos la marcha y a las 20:30 en el fondo de un desfiladero se ve el arroyo Real de los campos de Borbaran a su vera, una casa apenas perceptible desde la altura, es "El Toscal" refugio a donde se llega faldeando un escarpado cerro, bajada tan pronunciada que algunos jinetes optan por bajarse de sus caballos y hacerla a pie, es el primer día y todavía no tenemos plena confianza en los animales. Desensillamos en el corral de pircas, las piernas sienten el dolor de tantas horas montados, cuesta caminar, las rodillas poco a poco recobran movimiento. El refugio, de piedras y techo de chapa, tiene doce camas y fue construido con la colaboración de la Gendarmería quien por aire transportó el cemento y demás materiales.
El sol de noche ilumina el cuarto, mientras en la chimenea teñida por el humo, un chivo se dora lentamente; aviones perdidos, tormentas de nieve, la montaña y sus historias cobran vida en el relato, afuera, el sonido del arroyo es lo único que se escucha, nos vamos a dormir mientras la luna tiñe los cerros de plateado.
Al día siguiente descansamos, por la mañana llegan José y Braulio, vienen acompañados por "Cortaderita" quien tendrá que hacer muchos meritos para no terminar en el frigorífico... Cerca del mediodía llega Don Ceferino Arenas, con sus perros y un chivo listo para ser colocado en la parrilla. Es una jornada de aclimatación, descanso y contemplación. Ubicado entre dos arroyos, con buenos pastos, encajonado por los cerros, es el refugio ideal para el cuerpo y el espíritu. Pequeños pájaros y lagartijas se acercan, sin miedo, mientras el paisaje sobrecogedor lleva a una actitud de comunión con la naturaleza, poco a poco las montañas nos quitan las etiquetas, somos cuerpo y alma despojados, apenas un grano de arena en medio del universo.
Después del desayuno, ordenamos todo y a las 10:15 partimos remontamos el arroyo Los Oscuros rumbo al poniente, cruzamos el cauce y por el faldeo norte pasamos por los Pilares, pared de roca vertical con forma de columnas separada del vacío solo por el sendero. La marcha sigue siempre al paso, llegamos a las vegas Chupalla y Rondadero a la derecha un corral vacío hecho de ramas. Previo a la subida hacia el próximo portezuelo tomamos unos minutos de descanso, José y Braulio ajustan las cinchas, Ernesto se pone un grueso poncho de lana cruda chilena que, sumado a su sombrero de ala ancha y pañuelo al cuello, le dan aire de poblador cordillerano. Por delante el ascenso sin fin hacia el Portezuelo del Viento, los caballos parecen fuelles, con sus ollares dilatados tratan de atrapar algo de oxigeno, caminan unos pasos y se detienen, recuperan fuerzas y continúan el ascenso, al subir, la relación hombre - animal crece en admiración y confianza mientras sufrimos por su esfuerzo. A 3.218 metros de altura, el Portezuelo del Viento hace honor a su nombre, palco al infinito, donde el volcán San José y el cerro Marmolejo recortan sus glaciares con el azul profundo del cielo cordillerano.
Hacia el sur, 16 km. separan de Laguna del Diamante donde en la década del 30 Henri Guillaumet cayera con su avión postal y escribiera unas de las paginas mas representativas del espíritu humano, al caminar, en pleno invierno, cinco días sin dormir hasta ser rescatado.



En el arroyo Pelambre preparamos el campamento para almorzar y pasar la noche, atamos caballos y mulas, Cortaderita inclusive, que a esta altura viene de paseo. Por la noche, asado, sopa y truchas serán parte del menú, mientras los caballos escarban para conseguir un pasto más tierno que el de la vega.
Día a día continúa la marcha, faldeamos cerros, cruzamos arroyos, vemos sobrevolar los cóndores sobre nuestras cabezas, nos observan, escuchamos el viento en sus alas, somos participes de una sensación que bordea el misticismo donde el hombre adquiere su verdadera dimensión con la naturaleza y los elementos. En silencio nos asombramos a cada momento del paisaje y la quietud sólo es interrumpida por el relincho de algún guanaco que anuncia nuestra presencia a su manada.
Llegamos al último día, después de un dificilísimo ascenso por un sendero que ya no existe, nos acercamos a la frontera, a lo alto se ven los chilenos que vinieron a nuestro encuentro con cerveza y comida. A 4.000 metros de altura la emoción nos invade. Por un peligroso filo, azotados por el viento, llegamos hasta el hito fronterizo. Es hora de despedirnos de los caballos que vuelven a "Tierras Blancas" con José, Eduardo y Braulio, con emoción los palmeamos, acariciamos sus cuellos, difícil es explicar como crece la relación hombre - caballo, como la confianza en el animal se incrementa según pasan los días.
El descenso es muy difícil, en una pendiente de cincuenta, grados las mulas derrapan sus patas traseras levantando piedras que se pierden en el abismo, la arenisca pega con fuerza en la cara, es de lejos, la cuesta mas complicada de todas. Con la última luz llegamos a los baños de Colina con las rodillas destrozadas por el esfuerzo de la bajada, desensillamos y desde una pileta termal contemplamos las montañas que se recortan bajo las estrellas, mientras por mi mente desfilan cerros, nieves, historias, leyendas de los andes y una lagrima se me escapa al pensar en el Moro, mi caballo, fue él quien cruzó la montaña más grande de América.

FULANOS. Complejo Teatral de Buenos Aires